jueves, 26 de abril de 2007

Arena III: El mito del laberinto


Manera de dibujar un Laberínto clásico.

Anduve (entre laberintos) de tabla en tabla
Con paso leve y prudente
Sentía en derredor las estrellas
En torno a mis pies el mar
Sabía que quizás la siguiente
Fuera la pisada final
Y anduve con ese precario paso
Que alguien llama experiencia.

Hamlet. William Shakespeare

Todo puede llegar asociarse con laberintos. La Arena del desierto, La piel del Drago, la planta del trazado de una Ciudad, el cerebro, los corales, la piel de las cebras, el trayecto entre las palabras de un libro, la mirada de una mujer...

El símbolo del laberinto aparece como icono en todo el mundo en culturas diferentes, en distintas épocas y en lugares tan diversos como Perú, Islandia, Creta, la India, Egipto... Todas las variantes de este Símbolo, han sido datados desde hace más de 3.500 años hasta nuestros días. Quizás sea el relato más popular de la antigüedad, y el éxito que siempre ha tenido no es por casualidad.

EL MITO.

Poseidón, dios de los océanos, obsequió a Minos, Rey de Knossos, Creta, un magnifico toro blanco para que se lo ofrendara en sacrificio, pero éste, no sabemos por qué obscuras razones (pero completamente convenientes para el desarrollo del mito), se apropió del mismo.

Poseidón para vengarse hizo que Pasífae, esposa de Minos, se enamorara perdidamente del toro, que se dejó querer. De tales acrobáticos amores (En algunos relatos se cuenta que la primera edificación que realizó el artífice Dédalo fue el armazón de madera y mimbre con piel de vaca, necesario para tan libidinosos contactos) Pasífae dio a luz al Minotauro (Que imaginariamente traducimos etimológicamente como Toro de Minos, o Toro de la gruta) de cuerpo humano y cabeza de toro que, rápidamente y en obediencia a un oráculo pertinente, fue escondido de las miradas curiosas.

Para ocultar sus vergüenzas —las morales—, Minos encargo a Dédalo la construcción de un vasto palacio del que fuera imposible escapar. El Minotauro exigió como alimento siete doncellas y siete mancebos durante nueve años (otros mitólogos hablan de que el sacrificio fuese realizado cada nueve años, pero parece un tiempo demasiado largo entre dos almuerzos), y su padre, basándose en viejas rencillas, lo arregló todo para que fuesen los atenienses quienes proporcionasen tal joven pasto.
Aquí entra en juego la figura de Teseo, hijo de Egeo rey de Atenas, que se propone liberar a su ciudad de tal truculento juego tauromáquico, y que se hubiera visto abocado al fracaso asegurado si no hubiese intervenido en su ayuda, como no, el eterno femenino personificado por Ariadna, hija de Minos que se enamora de Teseo y obliga a Dédalo a proporcionarle la salida del laberinto a través de un ovillo de hilo...

Teseo mata al Minotauro y se escapa con Ariadna, para abandonarla más tarde en la isla de Delos, según dicen hipnotizado por Dionisio que la quería para si.

Dédalo, descubierto por Minos, y no encontrando éste nadie más para castigar, es encerrado en su propia creación, de la que huye por el aire perdiendo a su hijo Icaro, el primer astronauta de la historia.

De regreso a su casa, el desmemoriado de Teseo olvida cambiar las velas negras de luto de su barco por unas blancas que canten a distancia el éxito de su misión, lo que hace que su padre, en un exceso de amor paterno-filial, se precipite al vacío, al mar que lleva su nombre.

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