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D. Quijote en la balsa de Medusa
D. Quijote en la balsa de Medusa
En el año de gracia de 1997, Carlos Bloch (Las Palmas de Gran Canaria, ¿1956?) pintó sobre papel con técnica mixta, un cuadro (sin título, Col. particular) de una dramática y premonitoria actualidad.
Corrían tiempos en que, por primera vez, los medios de comunicación españoles, y extranjeros, comenzaban a hacerse eco de la continua, diaria, dolorosa y, sobre todo, molesta aparición en las tranquilas y veraniegas playas del Golfo de Cádiz de decenas de cadáveres que el mar, con insultante regularidad, ponía cada mañana al pie de los desprevenidos veraneantes.
Fue entonces cuando descubrimos la palabra, de largo recorrido en la lengua española, patera. Y fue entonces cuando descubrimos que, por razones absolutamente desconocidas e incomprensibles para nosotros, los cadáveres de los ahogados eran, mayoritariamente de magrebíes o subsaharianos, que huyendo de no sabíamos qué y pagando fortunas desorbitadas, arriesgaban sus vidas para desembarcar en un continente en el que todo eran promesas de bienestar y felicidad crecientes. Muchos lo consiguieron. A muchos otros, como en los más trágicos de los relatos mitológicos, la mar océana les cobraba su peculiar tributo de vidas sin sangre derramada.
Fue entonces cuando empezamos a oír hablar de inmigración ordenada y legal. Fue entonces, seguramente en un apacible día de verano, cuando empezamos a descubrir, desde nuestro ensimismado estado de bienestar, que en el mundo había otros, a nuestras puertas, que sufrían y morían en el intento de llegar a nuestra casa.
En aquel tiempo, los mentideros intelectuales de Marruecos eran un hervidero de ideas, controversias y agrias disputas en torno al derecho histórico de los pueblos a emigrar, costara las vidas que costara. Los europeos del lugar contemplaban atónitos las enconadas razones de unos y otros, y alguno, casi por descuido, se atrevió a evocar las sucesivas oleadas de emigrantes europeos hacia los más distintos puntos del planeta a lo largo de los cuatro últimos siglos.
Cuando por aquellos días Carlos Bloch apareció con su pequeño cuadro como regalo para un amigo, habitante entonces en Marruecos, no pude por menos que pensar en el de Géricault. La diferencia, claro, es enorme. Mientras el de Géricault responde a un meditado programa en el que el autor se juega la denuncia política, su consagración como pintor excepcional y la proclamación del ideario estético del romanticismo, el de Bloch parece casi un cuadro de costumbres, pero ¡qué costumbres, madre mía! La de emigrar, por ejemplo, a través de un medio tan inestable como hostil. En realidad, sólo la mar es la única realidad común a los dos cuadros.
Me impresiona ver cómo en pocos trazos, casi en esbozo, Bloch es capaz de ponernos ante el drama que se desata en una minúscula patera abarrotada de desesperados. Unos vuelven su desesperación en agria bronca, otros en mirada ansiosa y furtiva escudriñando la bruma con la esperanza de vislumbrar los perfiles terrestres de su salvación. El sol poniente sólo augura el desconcierto de las sombras.
Hoy, casi veinte años después de aquellos tiempos, el drama, la inminencia del drama que retrata con intuición y maestría magistrales Carlos Bloch, casi parece una caricatura blanda frente al horror que cada día sucede a los pies de nuestra tambaleante fortaleza. Ya no son unos medios españoles o marroquíes los que dan cuenta de un foco concreto en torno al Estrecho en que se producen dramas humanos de baja intensidad. La prensa mundial, la televisión, Internet dan cuenta puntual y en directo del caos migratorio que se está produciendo no sólo en las fronteras exteriores de la Unión, sino también en las internas. Horror frente al que sólo tenemos tímidas y desconcertadas respuestas.
En la España del S. XVII, cuatrocientos años hace, un cronista de la época, nos relata un drama similar, una migración forzada, es decir una expulsión, o sea, como si tuviese un espejo mágico que supera siglos y distancias, que reviste tintes similares a las atrocidades que estamos viendo hoy y para las que parece no haber respuesta coordinada y eficaz.
El cronista dice así: “Esta noche se han de llevar en peso, si así se puede decir, dieciséis bajeles de corsarios berberiscos a toda la gente de este lugar, con todas sus haciendas, sin dejar en él cosa que les mueva a volver a buscarla. Piensan estos desventurados que en Berbería está el gusto de sus cuerpos y la salvación de sus almas, sin advertir que, de muchos pueblos que allá se han pasado casi enteros, ninguno hay que no dé otras nuevas sino de arrepentimiento, el cual les viene juntamente con las quejas de su daño. Los moros de Berbería pregonan glorias de aquella tierra, al sabor de las cuales corren moriscos de ésta y dan en los lazos de su desventura”. “Desde la lengua del agua, como dicen, comenzaron a sentir la pobreza que les amenazaba, y la deshonra en que ponían a sus mujeres y a sus hijos”. “…los bajeles cargados con la presa se hicieron al mar, alzando regocijados lilíes y tocando infinitos atabales y dulzainas…”
El profesor Emilio Sola nos invita a reflexionar sobre el hecho de que los moriscos son “presa” para los berberiscos. ¿Quiénes hacen hoy de moriscos y quiénes de berberiscos frente a las costas de Lampedusa o el mar de Grecia?
Por cierto, que el cronista del que hablamos se llamaba Miguel de Cervantes y publica esta crónica en el Persiles (III, 11), y la pone en boca de una morisca convertida, Rafala, y de su tío el jadraque (“…morisco soy…pero no por eso dejo de ser cristiano”), por si acaso. Cervantes, como todos los intelectuales de su tiempo, tenía a la Santa Inquisición soplándole ortodoxia detrás del cogote. No estaban los tiempos para aventurar opiniones.
Milán, octubre de 2015
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